Aquella cristalera colgaba en el
vasto espacio
sobre un mar en reposo exagerado.
La suave,
inmensa aleta plomiza dejaba columbrar bajo los haces del argentado disco su
unánime desnudez. Ofrecía un continuo coqueteo en su perenne chapotear al
inmenso redoblante, parecía besar el dilatado nivel, brindar su rostro para un
acicalado lustre.
El grisáceo
remo en su “emersivo” bis, ofrecía estribillos de argentados torrentes.
A la orilla de
la dilatada fuente sentada sobre ovaladas rocas lúcidas, una singular,
misteriosa nereida de afiligranada medusea cabellera reflejaba cuentas alargadas.
Miraba a la distancia la ciudad de pestañea coquetería.
Retornaba en cada plenilunio con inefable e indecible soliloquio de canto pesaroso
evocativo: «Dónde tu cuerpo reposa mi
hermoso descamado; dónde extiendes tu estatua marmoleada y quién, ahora, se
estriba sobre ti. Cada lágrima “aumenta” este ponto en que ahora moro
precario del “fuego” eterno de la vida; “humedece” mis párpados: evito el ansia
de Poseidón».
«Intenso fue
el deseo de aquella noche de plenilunio en este mismo piélago… ¡No sospechas
cuán arrepentida y desgraciada soy!...».
Eliéser Wilian Ojeda Montiel
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