Un domingo en el más allá
Por
EWO, Montiel
CueHabía el fin de semana y mis padres se dirigían, ese día viernes, a un pobla
Había llegado el fin de semana y mis padres se dirigían ese día viernes a un poblado ubicado en la parte llana lejos de la ciudad de enhiestas montañas, a unas tres horas en vehículo a un estado contiguo.
El día antes del viaje insistieron que los acompañara;
pero yo era un chico, como tantos otros, que al llegar a cierta edad no
deseamos salir con nuestros padres, queremos mostrar nuestra autosuficiencia e
independencia adolescente de hombrecitos en crecimiento.
De manera que esta sería mi primera gran oportunidad de
escasos días de soledad a la ‘ley del chivo’, según reza el refranero popular
venezolano.
Así que recibí un rosario de instrucciones pertinentes
de parte de mis padres de cómo debía conducirme, de las precauciones a tener
presente en atención a mi resguardo personal. Luego de ello mis progenitores
partieron haciéndose acompañar solo por mis dos pequeñas hermanas.
El día sábado, preludio de acontecimientos que estaban
por sucederse en mi primera libérrima vida de precoz adultez de las siguientes
veinticuatro horas, significó una jornada normal. Nada hacía suponer que se
desarrollaría de forma diferente. De hecho, luego de tomar el desayuno más allá
de la hora acostumbrada, bajé a los predios de aquellas edificaciones que
componían la pequeña; pero concentrada urbanización formada por cinco bloques
de tres pisos cada uno.
Transcurrida la mañana y buena parte de la tarde en
compañía de amigos de mi misma edad, cuando mi estómago comenzaba a
“protestar”, decidí subir a mi apartamento ubicado en el piso 3 en una de
aquellas edificaciones en busca de alimento que calmara mi agitado
vientre.
Arribado a mi apartamento me decidí por lo más fácil que
tiene la cocina: la pasta. Así que a la media hora me encontraba apaciguando la
necesidad de alimento sobre mi cama observando la “tele”.
Luego del acto de consumo incorporé mi humanidad para
dirigirme al fregadero a fin de asear los utensilios, y poner a buen resguardo
el alimento sobrante en el refrigerador.
Entonces guie mis pasos a la alcoba de mis padres para
ver en la TV el programa preferido durmiéndome por un largo rato. Al despertar,
la noche me había sorprendido; mis compañeros hacía largo rato procuraban mi
presencia con gritos repetidos con ensayo de voces de coral, incitábanme al
descenso y a la asistencia de grupo acostumbrada.
Chicos y chicas solíamos reunirnos frente a un abasto
ubicado en los predios verdes de la residencia en el que solíamos pasar buena
parte de la noche entre chistes, fumando uno que otro cigarrillo a escondidas
de nuestros padres y de las malas lenguas, así como en la cancha de básquet
alejada del expendio comercial para mayor privacidad.
En mi caso particular debía hacerlo siempre para impedir
el husmeo del chisme malévolo que alimenta a ciertos adultos y otros, que no lo
son, de lenguas largas, viperinas; ser visto y evitar así las reprimendas.
En algunas oportunidades nos agrupábamos en torno de un
fogón para picnic adosado a la pared divisoria de otro conjunto urbanístico,
adyacente al nuestro.
Una parrillera para barbacoas en los contornos de
nuestra residencia formaba parte de la cancha ubicada en la parte posterior de
las edificaciones, haciendo cabecera con el canasto de básquet.
Allí solíamos pasar buena parte de las noches. Con ello
lográbamos mantener a raya el control de nuestros progenitores, ojos extraños y
de la vigilancia oficial que, furtivamente, solían invadir nuestra privacidad
con sus inesperadas visitas.
Así ocurrió una de aquellas tantas noches en que solitario,
triste, desconsolado y disgustado con mis padres hube de refugiarme en la
oscuridad de la noche en nuestro común santuario, visiblemente
apesadumbrado.
Así, les hice pasar horas de angustia y mal momento al
no lograr dar con mi paradero, a no ser por denuncia de unos de mis compañeros.
Allí me hallaron, allí estaba yo todo compungido y pesaroso con mi ánimo por el
suelo; aflicción pasajera de nuestro crecimiento y poco dominio de nuestra
emotiva otredad de adolescentes irracionales presuntuosos.
Las noches de los viernes, sábados y domingos de esa
semana de solitud íngrima sin la presencia de mis padres tuve la plena libertad
de acostarme más allá de la hora acostumbrada sin su cotidiana presión. Era una
emotiva autonomía sintiendo el disfrute de mi albedrío ¡unánime!, hasta que mi
cuerpo pedía reposo transcurridas las horas y mis amigos comenzaban el retiro
gradual dispersando el grupo.
A la siguiente mañana del domingo de esa semana de
independencia única, con el sol en ascenso, mi cuerpo se despertó cuando lo
creyó conveniente. La falta de alimento hacía bufar mis entrañas por lo que me
levanté para dirigirme al baño y realizar mi aseo habitual. Acto seguido me
encaminé a la cocina a fin de energizar mi cuerpo.
Todo transcurría sin alteración alguna entre una paz
“odiosa” e insólita de perturbable transmutación e implícita contrariedad; pero
que terminaría con mi finito abandono consentido…
Luego de aplacar mi hambre tomé los accesorios ubicados
detrás de la puerta de acceso al lavadero; recogí los desechos dejando pulcra
el área culinaria al depositar la precaria mugre en su cesto para después
dirigir mis pasos con dichos utensilios hasta mi aposento y proceder, también,
al aseo de este.
Llegado allí tendí mi cama para luego abandonarlo
llevando los aperos de aseo y la suciedad conmigo; pero al pasar frente al
retrete pude percibir una fuerte mezcla de olores con aroma de flores, licor y
tabaco. Mas, a pesar del hecho que la odiosa fragancia llamara mi atención,
continué la marcha al pasar de largo sin dar la menor importancia a tan extraño
perfume de odorífera repulsión natural y dejar, así, los instrumentos de aseo
en su lugar habitual y concluir, finalmente, mi faena arrojando los desechos
por el bajante del edificio.
De regreso al dormitorio detuve mis pasos frente a la
ducha, mi nariz se había impregnado de aquella mezcla de nigromántica
fragancia. Abrí la puerta, el olor era ¡intolerable!, pero todo se encontraba
en orden y continué de largo adentrándome a otra de las habitaciones ubicada
solo a pasos de aquel baño, sin tener la menor sospecha de lo que allí me
esperaba: la escoba. Al parecer toda escoba tiene su historia para algunas
personas en especial; pero la de mi madre (¡?), o en propiedad ¿la de mi casa?,
creería que alguien la tomaba prestada ¡y en pleno día?
Así que me pregunté ¿por qué a mí? Era una magia lo que
observaba en ese instante ¡la escoba en este cuarto? Eso no me gustaba nada
─pensé en mi interior─; pero a pesar de mi corta edad no sentía perturbación de
ánimo. Tomé de nuevo aquel objeto cargado de añejos cuentos tradicionales de
arpías narizonas para llevarlo de vuelta al sitio donde realmente pertenecía.
Pero al entrar al fogón mi capacidad de asombro se vio desbordada pues la pasta
cocinada el día anterior estaba como mi capacidad de asombro, desbordada a todo
lo extenso de aquella área; mas, el envase que la contuviera se encontraba,
ahora, en extraño hechizo: bamboleábase en el suelo y ¡sin ningún ruido! De
manera que todo el almuerzo de ese día ¡se había ido! No obstante, me dediqué a
la limpieza de aquel hechizado reguero de mi alimento ¿fortuito?, para
arrinconar, de nuevo, el escobón encantado.
Al salir de aquel fogón dejándolo todo inmaculado y
limpio tomé el pasillo de regreso hacia los dormitorios. Al levantar la vista
pude observar un resplandor proveniente de mi habitación. Esta vez el susto
aceleraba los latidos de mi corazón al traspasar su dintel, oh sorpresa,
¡candela!, por Dios, se quema mi cama; ¡qué es esto Señor! Y entre apuros y
sobresaltos pude sofocar aquel conato de incendio venido del más allá.
En mi desconcierto y desespero me preguntaba por la
ocurrencia de tales fenómenos. Solo atinaba achacar tales eventos al
fallecimiento por esos días de una vecina en el piso inferior de aquel
edificio.
No bien hube de terminar por neutralizar aquella
tentativa de fuego cuando mis oídos se hicieron eco, luego, de unos extraños
gemidos en el cuarto de mis padres. Este se encontraba en la diagonal derecha a
pasos del mío. Pero transitar de mi habitación a la de mis progenitores se
transformaba para mí, después de tanta tensión acumulada por lo que había
estado experimentando en toda una odisea, un atrevimiento. Era algo así como
sortear un profundo precipicio a través de un puente colgante con su entramado
de tablas en total deterioro, en el que cada paso debía ser cuidadosamente
calculado y sopesado por la constante expectativa en que, además, al parecer,
mis pies parecían no contribuir a tal posibilidad pues manifestábanse cargados
de plomo en mi incapacidad de avanzar pues la gravedad toda se había apoderado
de estos adhiriéndome al piso.
Así que levantar mis extremidades y dirigirme al otro
cuarto para avanzar ¿en falso?, sin saber qué sucedería y en qué dimensión
caería semejaba ser la misma cosa.
Al final, sobreponiéndome, logré sortear aquella
maléfica y virtual depresión que se interponía entre ambas habitaciones; y con
el corazón prácticamente en la mano pude ingresar para averiguar lo que
sucedía.
Un último quejido se dejó escuchar entonces cual
exhalación final de moribundo para quedar aquel recinto en total y sepulcral
silencio, sintiendo al instante un frío glacial que erizaba todos los bellos de
mi cuerpo.
Luego de un corto reposo, exhausto del pánico
experimentado; sentado a orillas de la cama de mis padres cavilando sobre los
eventos ocurridos; cargado de una incertidumbre subterránea sin razonamiento
lógico sobre el origen de tales acontecimientos venidos de no sé, qué parte del
infierno, me incorporé todavía trémulo y expectativo; pero vivamente espantado
y firmemente decidido al abandono de aquel tenebroso sitio en que se había
convertido mi hogar.
Mas ¡oh espanto! Al erguirme del lecho y salir al
pasillo que conducía de vuelta tanto a la cocina como a la sala de recibo; al
elevar mi vista hacia aquella ¿qué veían mis ojos a la distancia? ¡Oh
Santísimo, hasta cuándo!: El redondo y grueso vidrio de 12 líneas que servía de
sobre tope a nuestra mesa de comedor, se inclinaba, estático en el borde de
esta ¿cómo era posible?
De modo que sin esperar lejos de quedarme petrificado por
aquella enigmática visión ominosa y desestabilizadora; pero maravillosa, aquel
oscuro iris ahumado escrutábame a la distancia. Me abalancé sobre él lo más
rápido que las piernas me permitieron y llegué hasta él volviéndolo a su sitio
de reposo.
No hubiera sabido qué responder a mis padres de haberse
malogrado dicho objeto, no era posible para ellos una comprensión así.
Pero había más todavía para mi desconcierto. Los libros
de la biblioteca se encontraban esparcidos a lo largo de aquella sala de recibo
y volteados los muebles de esta… Todo ocurrió sin ruido ni jaleo que alertara
mi maltratado espíritu. ¿Había yo perdido mi audición?
Más tarde, luego de ordenar aquel completo desastre, y,
así las cosas; tomé el corredor para dirigirme a los dormitorios. Al mirar de
reojo el acceso a la cocina pude observar, incrédulo, al final de este el
“vehículo” de las harpías fuera de su lugar habitual recostado a una pequeña
mesa cuadrada de metal cuyo tope era de un color mármol y vetas grises. Me
adentré entonces un tanto contrariado sin temor ninguno en dicho espacio para
dejarlo, otra vez, donde pertenecía. Parecía estar asumiendo una condición
existencial de enfadoso servilismo irremediable, costumbre de una trivial
naturaleza; pero mi expectación volvía al permanecer en total y latente
impotencia de recelo centrado en la muestra de aquel estado de cosas múltiples.
Así, vuelto a mi “búnker” de reposo, sentado sobre mi
cama la exasperación se apoderó de mí y sacó de mis casillas mi natural estado
pacifista al reventar en imprecaciones hacia aquel intruso insoportable e
invisible, venido de no sé qué dimensión del averno responsable de aquella
comedia de suspenso y horror. ¡Malditoooo! ¿qué quieres de mí?, ¿por qué te
ocultas?, aparéceteme de una vez; ¿quién eres mal parido del infierno?, ¡por
qué tengo que ser yo! ¿Por qué no te devuelves a la puerca tumba de la que has
salido?…
Fue entonces cuando añoré, realmente, la falta de mis
padres en nuestro hogar: la soledad no parece ser buena compañera en algunos
momentos de nuestras vidas.
Así finalizó aquella enigmática, finita libertad llegada
a mí por azar en que mis padres se ausentaron del hogar. Fue una corta
independencia que, lejos de atemorizar mi espíritu de adolescente, templó mi alma
para las cosas del más allá…
do ubicado en la parte llana lejos de la ciudad de enhiestas montañas lugar donde mi progenitor se desempeñaba como gerente administrativo, en un Estado contiguo distante de la ciudad donde habitábamos a unas tres horas y media de transporte por vía terrestre.
me abalancé lo más rápido posible sobre él que las piernas me permitían para llegar hasta él y lograr estabilizar, en su original sitio de reposo, a aquel iris encantado.
Narrativa breve de 5 cuartillas convertida en micro-relato de 22 líneas para el concurso de
ResponderEliminarwww.centropoetico.com, y en el que fue publicado
como semifinalista en la antología "Palabras Indiscretas", en España según ISBN-13: 97884-935735-6-0 e ISBN-10: 84-935735-6-6, Madrid, Septiembre 2008.