martes, 29 de mayo de 2012

UN DOMINGO EN EL MÁS ALLÁ




Un domingo en el más allá 

Por 

EWO, Montiel

 EWO, MontielCuento

CueHabía el fin de semana y mis padres se dirigían, ese día viernes, a un pobla

Había llegado el fin de semana y mis padres se dirigían ese día viernes a un poblado ubicado en la parte llana lejos de la ciudad de enhiestas montañas, a unas tres horas en vehículo a un estado contiguo.

El día antes del viaje insistieron que los acompañara; pero yo era un chico, como tantos otros, que al llegar a cierta edad no deseamos salir con nuestros padres, queremos mostrar nuestra autosuficiencia e independencia adolescente de hombrecitos en crecimiento.

De manera que esta sería mi primera gran oportunidad de escasos días de soledad a la ‘ley del chivo’, según reza el refranero popular venezolano. 

Así que recibí un rosario de instrucciones pertinentes de parte de mis padres de cómo debía conducirme, de las precauciones a tener presente en atención a mi resguardo personal. Luego de ello mis progenitores partieron haciéndose acompañar solo por mis dos pequeñas hermanas.

El día sábado, preludio de acontecimientos que estaban por sucederse en mi primera libérrima vida de precoz adultez de las siguientes veinticuatro horas, significó una jornada normal. Nada hacía suponer que se desarrollaría de forma diferente. De hecho, luego de tomar el desayuno más allá de la hora acostumbrada, bajé a los predios de aquellas edificaciones que componían la pequeña; pero concentrada urbanización formada por cinco bloques de tres pisos cada uno.

Transcurrida la mañana y buena parte de la tarde en compañía de amigos de mi misma edad, cuando mi estómago comenzaba a “protestar”, decidí subir a mi apartamento ubicado en el piso 3 en una de aquellas edificaciones en busca de alimento que calmara mi agitado vientre. 

Arribado a mi apartamento me decidí por lo más fácil que tiene la cocina: la pasta. Así que a la media hora me encontraba apaciguando la necesidad de alimento sobre mi cama observando la “tele”.

Luego del acto de consumo incorporé mi humanidad para dirigirme al fregadero a fin de asear los utensilios, y poner a buen resguardo el alimento sobrante en el refrigerador. 

Entonces guie mis pasos a la alcoba de mis padres para ver en la TV el programa preferido durmiéndome por un largo rato. Al despertar, la noche me había sorprendido; mis compañeros hacía largo rato procuraban mi presencia con gritos repetidos con ensayo de voces de coral, incitábanme al descenso y a la asistencia de grupo acostumbrada.

Chicos y chicas solíamos reunirnos frente a un abasto ubicado en los predios verdes de la residencia en el que solíamos pasar buena parte de la noche entre chistes, fumando uno que otro cigarrillo a escondidas de nuestros padres y de las malas lenguas, así como en la cancha de básquet alejada del expendio comercial para mayor privacidad. 

En mi caso particular debía hacerlo siempre para impedir el husmeo del chisme malévolo que alimenta a ciertos adultos y otros, que no lo son, de lenguas largas, viperinas; ser visto y evitar así las reprimendas.

En algunas oportunidades nos agrupábamos en torno de un fogón para picnic adosado a la pared divisoria de otro conjunto urbanístico, adyacente al nuestro. 

Una parrillera para barbacoas en los contornos de nuestra residencia formaba parte de la cancha ubicada en la parte posterior de las edificaciones, haciendo cabecera con el canasto de básquet. 

Allí solíamos pasar buena parte de las noches. Con ello lográbamos mantener a raya el control de nuestros progenitores, ojos extraños y de la vigilancia oficial que, furtivamente, solían invadir nuestra privacidad con sus inesperadas visitas.

Así ocurrió una de aquellas tantas noches en que solitario, triste, desconsolado y disgustado con mis padres hube de refugiarme en la oscuridad de la noche en nuestro común santuario, visiblemente apesadumbrado. 

Así, les hice pasar horas de angustia y mal momento al no lograr dar con mi paradero, a no ser por denuncia de unos de mis compañeros. Allí me hallaron, allí estaba yo todo compungido y pesaroso con mi ánimo por el suelo; aflicción pasajera de nuestro crecimiento y poco dominio de nuestra emotiva otredad de adolescentes irracionales presuntuosos.

Las noches de los viernes, sábados y domingos de esa semana de solitud íngrima sin la presencia de mis padres tuve la plena libertad de acostarme más allá de la hora acostumbrada sin su cotidiana presión. Era una emotiva autonomía sintiendo el disfrute de mi albedrío ¡unánime!, hasta que mi cuerpo pedía reposo transcurridas las horas y mis amigos comenzaban el retiro gradual dispersando el grupo.

A la siguiente mañana del domingo de esa semana de independencia única, con el sol en ascenso, mi cuerpo se despertó cuando lo creyó conveniente. La falta de alimento hacía bufar mis entrañas por lo que me levanté para dirigirme al baño y realizar mi aseo habitual. Acto seguido me encaminé a la cocina a fin de energizar mi cuerpo.

Todo transcurría sin alteración alguna entre una paz “odiosa” e insólita de perturbable transmutación e implícita contrariedad; pero que terminaría con mi finito abandono consentido…

Luego de aplacar mi hambre tomé los accesorios ubicados detrás de la puerta de acceso al lavadero; recogí los desechos dejando pulcra el área culinaria al depositar la precaria mugre en su cesto para después dirigir mis pasos con dichos utensilios hasta mi aposento y proceder, también, al aseo de este.

Llegado allí tendí mi cama para luego abandonarlo llevando los aperos de aseo y la suciedad conmigo; pero al pasar frente al retrete pude percibir una fuerte mezcla de olores con aroma de flores, licor y tabaco. Mas, a pesar del hecho que la odiosa fragancia llamara mi atención, continué la marcha al pasar de largo sin dar la menor importancia a tan extraño perfume de odorífera repulsión natural y dejar, así, los instrumentos de aseo en su lugar habitual y concluir, finalmente, mi faena arrojando los desechos por el bajante del edificio.

De regreso al dormitorio detuve mis pasos frente a la ducha, mi nariz se había impregnado de aquella mezcla de nigromántica fragancia. Abrí la puerta, el olor era ¡intolerable!, pero todo se encontraba en orden y continué de largo adentrándome a otra de las habitaciones ubicada solo a pasos de aquel baño, sin tener la menor sospecha de lo que allí me esperaba: la escoba. Al parecer toda escoba tiene su historia para algunas personas en especial; pero la de mi madre (¡?), o en propiedad ¿la de mi casa?, creería que alguien la tomaba prestada ¡y en pleno día?

Así que me pregunté ¿por qué a mí? Era una magia lo que observaba en ese instante ¡la escoba en este cuarto? Eso no me gustaba nada ─pensé en mi interior─; pero a pesar de mi corta edad no sentía perturbación de ánimo. Tomé de nuevo aquel objeto cargado de añejos cuentos tradicionales de arpías narizonas para llevarlo de vuelta al sitio donde realmente pertenecía. Pero al entrar al fogón mi capacidad de asombro se vio desbordada pues la pasta cocinada el día anterior estaba como mi capacidad de asombro, desbordada a todo lo extenso de aquella área; mas, el envase que la contuviera se encontraba, ahora, en extraño hechizo: bamboleábase en el suelo y ¡sin ningún ruido! De manera que todo el almuerzo de ese día ¡se había ido! No obstante, me dediqué a la limpieza de aquel hechizado reguero de mi alimento ¿fortuito?, para arrinconar, de nuevo, el escobón encantado.

Al salir de aquel fogón dejándolo todo inmaculado y limpio tomé el pasillo de regreso hacia los dormitorios. Al levantar la vista pude observar un resplandor proveniente de mi habitación. Esta vez el susto aceleraba los latidos de mi corazón al traspasar su dintel, oh sorpresa, ¡candela!, por Dios, se quema mi cama; ¡qué es esto Señor! Y entre apuros y sobresaltos pude sofocar aquel conato de incendio venido del más allá. 

En mi desconcierto y desespero me preguntaba por la ocurrencia de tales fenómenos. Solo atinaba achacar tales eventos al fallecimiento por esos días de una vecina en el piso inferior de aquel edificio.

No bien hube de terminar por neutralizar aquella tentativa de fuego cuando mis oídos se hicieron eco, luego, de unos extraños gemidos en el cuarto de mis padres. Este se encontraba en la diagonal derecha a pasos del mío. Pero transitar de mi habitación a la de mis progenitores se transformaba para mí, después de tanta tensión acumulada por lo que había estado experimentando en toda una odisea, un atrevimiento. Era algo así como sortear un profundo precipicio a través de un puente colgante con su entramado de tablas en total deterioro, en el que cada paso debía ser cuidadosamente calculado y sopesado por la constante expectativa en que, además, al parecer, mis pies parecían no contribuir a tal posibilidad pues manifestábanse cargados de plomo en mi incapacidad de avanzar pues la gravedad toda se había apoderado de estos adhiriéndome al piso. 

Así que levantar mis extremidades y dirigirme al otro cuarto para avanzar ¿en falso?, sin saber qué sucedería y en qué dimensión caería semejaba ser la misma cosa.

Al final, sobreponiéndome, logré sortear aquella maléfica y virtual depresión que se interponía entre ambas habitaciones; y con el corazón prácticamente en la mano pude ingresar para averiguar lo que sucedía. 

Un último quejido se dejó escuchar entonces cual exhalación final de moribundo para quedar aquel recinto en total y sepulcral silencio, sintiendo al instante un frío glacial que erizaba todos los bellos de mi cuerpo. 

Luego de un corto reposo, exhausto del pánico experimentado; sentado a orillas de la cama de mis padres cavilando sobre los eventos ocurridos; cargado de una incertidumbre subterránea sin razonamiento lógico sobre el origen de tales acontecimientos venidos de no sé, qué parte del infierno, me incorporé todavía trémulo y expectativo; pero vivamente espantado y firmemente decidido al abandono de aquel tenebroso sitio en que se había convertido mi hogar. 

Mas ¡oh espanto! Al erguirme del lecho y salir al pasillo que conducía de vuelta tanto a la cocina como a la sala de recibo; al elevar mi vista hacia aquella ¿qué veían mis ojos a la distancia? ¡Oh Santísimo, hasta cuándo!: El redondo y grueso vidrio de 12 líneas que servía de sobre tope a nuestra mesa de comedor, se inclinaba, estático en el borde de esta ¿cómo era posible?

De modo que sin esperar lejos de quedarme petrificado por aquella enigmática visión ominosa y desestabilizadora; pero maravillosa, aquel oscuro iris ahumado escrutábame a la distancia. Me abalancé sobre él lo más rápido que las piernas me permitieron y llegué hasta él volviéndolo a su sitio de reposo.

No hubiera sabido qué responder a mis padres de haberse malogrado dicho objeto, no era posible para ellos una comprensión así.

Pero había más todavía para mi desconcierto. Los libros de la biblioteca se encontraban esparcidos a lo largo de aquella sala de recibo y volteados los muebles de esta… Todo ocurrió sin ruido ni jaleo que alertara mi maltratado espíritu. ¿Había yo perdido mi audición?

Más tarde, luego de ordenar aquel completo desastre, y, así las cosas; tomé el corredor para dirigirme a los dormitorios. Al mirar de reojo el acceso a la cocina pude observar, incrédulo, al final de este el “vehículo” de las harpías fuera de su lugar habitual recostado a una pequeña mesa cuadrada de metal cuyo tope era de un color mármol y vetas grises. Me adentré entonces un tanto contrariado sin temor ninguno en dicho espacio para dejarlo, otra vez, donde pertenecía. Parecía estar asumiendo una condición existencial de enfadoso servilismo irremediable, costumbre de una trivial naturaleza; pero mi expectación volvía al permanecer en total y latente impotencia de recelo centrado en la muestra de aquel estado de cosas múltiples.

Así, vuelto a mi “búnker” de reposo, sentado sobre mi cama la exasperación se apoderó de mí y sacó de mis casillas mi natural estado pacifista al reventar en imprecaciones hacia aquel intruso insoportable e invisible, venido de no sé qué dimensión del averno responsable de aquella comedia de suspenso y horror. ¡Malditoooo! ¿qué quieres de mí?, ¿por qué te ocultas?, aparéceteme de una vez; ¿quién eres mal parido del infierno?, ¡por qué tengo que ser yo! ¿Por qué no te devuelves a la puerca tumba de la que has salido?… 

Fue entonces cuando añoré, realmente, la falta de mis padres en nuestro hogar: la soledad no parece ser buena compañera en algunos momentos de nuestras vidas. 

Así finalizó aquella enigmática, finita libertad llegada a mí por azar en que mis padres se ausentaron del hogar. Fue una corta independencia que, lejos de atemorizar mi espíritu de adolescente, templó mi alma para las cosas del más allá…

 do ubicado en la parte llana lejos de la ciudad de enhiestas montañas lugar donde mi progenitor se desempeñaba como gerente administrativo, en un Estado contiguo distante de la ciudad donde habitábamos a unas tres horas y media de transporte por vía terrestre.

El día anterior al viaje insistieron en que les acompañara; pero yo era un chico como muchos otros que, al llegar a una cierta edad, ya no queremos salir con ellos y deseamos mostrar nuestra independencia y autosuficiencia de hombrecitos en crecimiento.
 Ésta era, pues, mi primera oportunidad de dos días en soledad y a la ꞌley del chivoꞌ en la residencia permanente donde se asentaba nuestra propiedad, y luego de recibir las instrucciones pertinentes de cómo debía conducirme y de las precauciones a tener en consideración, en atención a mi resguardo personal. Así que mis padres partieron haciéndose acompañar solo por mis dos pequeñas hermanas.
Ese día sábado, preludio de acontecimientos; estaban por sucederse en mi vida hechos en las siguientes veinticuatro horas. Significaba un día normal y nada hacía suponer que se desarrollaría de forma diferente. De hecho, luego de tomar mi desayuno un poco fuera de la hora acostumbrada descendí de mi morada, situada en uno de los pisos superiores de aquellos edificios que componían a la pequeña urbanización compuesta de cinco bloques de tres pisos cada una.
Después de transcurrida la mañana y buena parte de la tarde en compañía de muchachos de mi misma edad, y ya cuando mi estómago comenzó a “protestar”, decidí subir en busca de alimento que calmara mi agitado vientre. Llegado arriba, me decidí por lo más fácil que tiene la cocina: la pasta. Por tanto, en media hora, me encontraba apaciguando la necesidad de alimento sobre la cama
observando la “tele”.
Luego del acto de consumo me incorporé para dirigirme al fregadero a fin de asear los utensilios poniendo a buen resguardo el resto de la pasta, cubriéndola y observando que no había preparado solo para un día. Seguidamente me encaminé hasta la alcoba para continuar viendo mi programación preferida quedándome, luego, dormido, cuando desperté; ya la noche había caído y escuchaba el llamado de mis compañeros incitándome a que bajara y me hiciera presente como de costumbre.
Las chicas y chicos solíamos reunirnos frente a un abasto ubicado dentro de la residencia donde pasábamos buena parte de la noche entre chistes, y fumando uno que otro cigarrillo a escondidas de nuestros padres; pero ese no era mi caso. Sin embargo, debía hacerlo a hurtadillas para evitar “las malas lenguas” y las posteriores reprimendas de los míos.
 En otras oportunidades nos agrupábamos en derredor de un fogón situado en la parte posterior de una de aquellas pequeñas edificaciones adyacente a una cancha de básquet de dicho conjunto, y de la cual nos ocupábamos de mantener siempre a oscuras pues ello facilitaba realizar ciertas acciones prohibidas y pecaminosas: aunque se dificultaba escapar a la vigilancia de nuestros progenitores, ya que en ciertas y variadas ocasiones algunos de ellos solían invadir nuestra “privacidad” con furtivas e inesperadas visitas.
 Así ocurrió una de las tantas noches de aquellas en que, triste y solitario, melancólico y desconsolado, y disgustado con mis padres; hube de refugiarme en nuestro común y “especial” santuario con mi pesadumbre a cuesta y a quienes hice pasar algunas horas de angustia y malos ratos, por cuanto no podían dar con mi paradero a no ser por la denuncia de algunos de mis compañeros: la oscuridad era total en aquella parte de las residencias. Ahí me hallaron, allí estaba yo todo compungido y pesaroso con la aflicción pasajera de nuestro crecimiento y el poco dominio de la emotividad juvenil.
Las noches de esos días viernes y sábado tuve la plena libertad de acostarme más allá de la hora normalmente acostumbrada y sin la presión de mis padres. ¡Era una libertad finita y me sentía con pleno derecho de su disfrute!, hasta que mi cuerpo pedía reposo más allá de la media noche y mis amigos comenzaban a abandonar el grupo.
Al día siguiente de la noche del sábado y ya bien entrada la mañana, mi cuerpo se despertó cuando lo creyó conveniente y cuando ya la falta de alimento hacía bufar mis entrañas. Me levanté y dirigí al baño para realizar mi aseo personal, y, acto seguido me encaminé a la cocina a fin de energizar mi cuerpo. Todo transcurría sin alteración alguna entre una paz “odiosa”, perturbable y transmutable y que tenía su propia contradicción; pero que terminaría con mi finita soledad…
Así que tomé la escoba y la palita ubicada detrás de la puerta de acceso al lavadero para poder asear el área de la cocina, depositando luego la basura en su cesto para entonces dirigirme a mi aposento y proceder a realizar la misma operación de limpieza. Lo aseé, tendí mi cama y al dirigirme con los aperos de limpieza en una mano y en la otra la mugre y pasar frente al retrete, percibí una fuerte mezcla de olores con aroma de flores, licor y tabaco. Sin embargo, a pesar del hecho de llamar mi atención, continué la marcha hasta dejar los instrumentos en su lugar de origen y dar un rápido vistazo a la cocina, para luego concluir arrojando los desechos por el bajante del edificio.
De regreso a mi cuarto me detuve frente a la ducha y abrí la puerta: el olor era ¡pestilente!; mas todo se encontraba en orden siguiendo entonces de largo y adentrándome a la habitación  situada solo a pasos de aquel, y sin tener la menor sospecha de lo que allí me esperaba: al parecer toda escoba tiene su historia; pero…, ¡la de mi madre?, ¡no lo podía creer!, o, más apropiadamente, ¡la de mi casa?: creería que alguien la tomaba prestada y, ¡en pleno día?
 Entonces me preguntaba, ¡por qué, a mí? Era incrédula mi observación en ese instante; ¡la escoba en mi cuarto? Esto no me comenzaba a gustar; pero a pesar de mi corta edad no me sentía perturbado de ninguna forma. Así que la tomé de nuevo para llevarla a su sitio donde realmente pertenecía; empero, al entrar al fogón mi capacidad de asombro se vio desbordada tanto como la pasta cocinada el día anterior la que se encontraba esparcida a todo lo largo del piso de aquel, así como su continente, y, ¡sin ningún ruido! No obstante, me dediqué a la limpieza de todo aquello para luego arrinconar el escobón: ¡todo mi almuerzo de ese día se había ido!
Al salir del fogón dejándolo inmaculado y tomar el pasillo hacia mi dormitorio, pude observar el resplandor de una luz que provenía de él: esta vez el susto sí aceleró los latidos de mi corazón, y al traspasar el dintel de la puerta, ¡¡candela!! ¡Oh!, ¡por Dios!, ¡¡se quema mi cama, qué es esto Señor!! Y entre apuros y sobresaltos pude sofocar aquel conato de incendio venido del más allá (!) Y yo me preguntaba en mi desesperación y desconcierto la ocurrencia de tales fenómenos.
 Solo atinaba a achacar tales eventos al fallecimiento, por esos días, de una vecina en el piso inferior de aquel edificio.
 Pero no bien  hube terminado de neutralizar aquella tentativa de fuego cuando mis oídos se hicieron eco de unos extraños gemidos en el cuarto de mis padres. Éste se encontraba solo a pasos del mío. Pero pasar de mi aposento al de mis progenitores se transformaba, para mí, en toda una odisea, en un atrevimiento. Era algo así como atravesar un puente colgante de tablas en mal estado entre dos precipicios, donde cada paso ha de ser cuidadosamente medido y sopesado en función del siguiente y en una constante expectativa: aquellos mis pies parecían estar cargados de plomo puesto que levantar una de mis extremidades para dar una pisada sin saber qué sucedería y en qué “dimensión” caería, parecían ser la misma cosa.
Y al acudir para averiguar lo que sucedería y cuando definitivamente logré llegar hasta la habitación con el corazón prácticamente en la mano; un último quejido se dejaba escuchar cual si fuera la exhalación final de un moribundo en dicha estancia quedando luego, el recinto en un total y sepulcral silencio.
Después de un corto reposo y sentado a la orilla de mi cama cavilando sobre los eventos que me mantenían en una constante expectativa, y sin dar cabida a un razonamiento lógico sobre el origen de acontecimientos tan crípticos, y, por tanto, de aquella intentona de combustión espontánea venida de ¡no sé qué parte del averno!, me incorporé ─bastante tembloroso y temeroso─ firmemente decidido a salir de mi residencia; mas, ¡oh!, ¡¡espanto!! Al erguirme del lecho y quedar frente al pasillo de la sala de recibo, ¿qué era lo que veían mis ojos, allá, a la distancia?, ¡oh, Santísimo!, ¡¡hasta cuándo!!: el vidrio grueso y redondo de la mesa del comedor de 12 líneas y dos y medio metros de diámetro, hacía malabares de perfecto equilibrio sobre aquella. Totalmente inclinado y detenido sobre su borde.
 De modo que sin esperar, y lejos de quedarme petrificado por aquella enigmática armonía de estabilización de aquel gigantesco ojo cristalino, que al parecer se declinaba para escrutarme a la distancia;
me abalancé lo más rápido posible sobre él que las piernas me permitían para llegar hasta él y lograr estabilizar, en su original sitio de reposo, a aquel iris encantado.
 Pero había más todavía, todos los textos de la biblioteca se encontraban esparcidos por aquella sala de recibo, y volteados sus muebles. Y todo ello me ocurría sin ningún ruido ni jaleo que me hubiese podido alertar.
Después de ordenar todo aquel desastre, y, así las cosas; tomé el pasillo de regreso a mi cuarto que me permitía el inmediato acceso desde la sala a la cocina y continuaba hasta él, y, al pasar frente a la puerta del fogón y mirar de soslayo; pude observar, ahora, que la escoba se encontraba sobre la pequeña mesa que allí reposaba. De modo que nuevamente la tomé y la regresé, un tanto contrariado, pero ya sin temor alguno adonde pertenecía: parecía ya estar acostumbrándome a dicha situación. Sin embargo, la impotencia de nuevo volvía a reaparecer en mi actitud frente a aquel estado de cosas.
Otra vez me dirijo a mi “búnker” de reposo; pero esta vez la exasperación me sacó de ꞌmis casillasꞌ y reventé con imprecaciones hacia aquel desconocido e intruso invisible que hacía ya, insoportable, aquella comedia de suspenso y horror: “¡¡¡Malditoooo!!! ¿Qué quieres?, ¿por qué no te apareces?, ¡quién eres, mal parido del averno? ¡¡¡Por qué tengo que ser yooooo!!! ¿Por qué no te devuelves a la puerca tumba de donde saliste?…
 Fue entonces cuando realmente añoré la presencia de mis padres: la soledad no parece ser una buena compañía.
Así finalizó aquella tan enigmática finita libertad llegada a mí, por azar, en que mis padres se ausentaron del hogar. Fue una corta independencia que, lejos de atemorizar mi espíritu de adolescente, templó mi alma para las cosas del mas allá…

Fin

Eliéser Wilian Ojeda Montiel
Derechos reservados



1 comentario:

  1. Narrativa breve de 5 cuartillas convertida en micro-relato de 22 líneas para el concurso de
    www.centropoetico.com, y en el que fue publicado
    como semifinalista en la antología "Palabras Indiscretas", en España según ISBN-13: 97884-935735-6-0 e ISBN-10: 84-935735-6-6, Madrid, Septiembre 2008.

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BODAS DE ORO

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Soy de ti, tú eres de mí así