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Los pensamientos
expresados tienen un halo misterioso según el énfasis dado.
Cargadas de
entresijos e incertidumbres laterales,
las ideas decretadas conscientemente
como objetivos por lograr permiten disminuir los riesgos asociados, acercarnos
más a la certeza, vale decir, al target
o “blanco” del mercado como dicen los americanos en cuestiones de planificación
gerencial.
Ahora bien, si
abandonamos el ámbito administrativo-empresarial y asumimos el nivel personal, al
entrar en conversación con alguien o de manera grupal y decretar de forma inconsciente
un juicio, al parecer hay “algo” más allá del simple manifiesto moral expuesto,
es decir; entramos en un estado de ánimo individual azaroso en el que, desde
ese mismo instante queda comprometida nuestra integridad física personal dependiendo
de la calidad de la sentencia proferida, según el caso.
Ello pudiera verse
como sandez; mas las palabras enunciadas, sin duda alguna, condicen con cierto
halo borrascoso “premonitorio” de las que pudiésemos librarnos si lo dicho se
dirige con precautiva inteligencia y cuidado, asunto que abordaré más adelante.
Pero esa cautela en los diálogos es poco consciente en los seres humanos ya que
el juicio nefasto expresado, al parecer, pacta con cierta otredad del individuo.
Quizá algunos
lectores piensen que esto sea una paranoia referida a la tanatofobia. En todo
caso no es el sentido de este escrito; pero hay una “sospecha” implícita
atentatoria de desaparición física en nuestro asunto. Mas sin embargo, cuando nos
expresamos de forma libre y espontánea ‒quiero decir sin reservas‒ no atendemos a los
juicios emitidos. Generalmente, esas proposiciones llegan al final de una
charla o corresponden a la cantinela de un individuo en el tiempo, adherida a
él como Logos fáctico inexorable.
«De esa cabuya yo
tengo un rollo» ‒suele escucharse en
el imaginario popular‒. Cuántas veces
hemos oído decir «Ya fulano había anunciado su ‘partida’, eso
lo expresó horas antes de salir de acá, o, él/ella siempre repetía lo mismo. Increíble,
lo anunciaba a cada nada, parece mentira». Comentarios nómades como estos
quedan en el espacio etéreo para luego tomar “venganza” al ocurrir el anunciado
evento calamitoso.
Es lo insondable,
inextricable e ineludiblemente ¿sorpresivo?, o, ¿profetización inconsciente
cuyo poder inmanente desconocemos? Es la odiosa alteridad inmaterial devenida
del “arma” del Logos utilizado de manera irracional e ignara, auscultador
“repudioso” y captador de espíritus ¿preparados para marchar a otra dimensión?,
para traspasar el portal cuando ¿han completado su círculo?
Ahora bien; si el
hombre es un demiurgo de la palabra escrita fundante de mundos fantásticos e
insólitos, devenidos de su otredad por un acto de abstracción divina del
espíritu acontecido mediante un estado de ascesis profunda de subjetividad,
sobre los recuerdos cavernosos del subconsciente por el que cosifica, da vida
con su intelecto a una historia literaria como producto final sobre datos reales
e imaginarios, abstractos de su cognición; pero que redimidos en un momento
particular de su existencia emergen a través del Logos, en un instante de
catarsis al mundo real desde el punto de vista de la estética; entonces se
conserva en él, de alguna forma, la capacidad de concretizar y objetivar
ciertas ideas expresadas.
Pero por otro lado,
esa misma capacidad verbal desde la óptica de la interacción social dialogal;
pero ahora irreflexivamente, produce hechos metafísicos crueles, malvados producto de una
locución sobrenatural ¿preceptiva? ¿Cómo explicar ese estado de cosas?, es la
razón de este escrito.
Volviendo atrás en
nuestro discurso, ¿cómo saber qué alguien ya ha “completado” esa rueda, ese
supuesto “círculo”?; o si se encuentra preparado de manera espontánea para dar
ese “salto”, si lo expresado por dicho ente es algo “inapelable”, quiero decir
irreversible, decretado por fuerzas obscuras y dicho está. O ¿hay manera de
romper ese hechizo, ese “abracadabra”? En verdad estas cosas son algo
abracadabrante.
En mi forma de ver
las cosas hay dos puntos a dilucidar en todo este asunto, una; son las
expresiones instintivas o irreflexivas
─su condición─. De qué clase son; la otra es
¿cómo romper el maléfico auto decreto?, y si hay manera de hacerlo. Intentaré
en lo posible adentrarme en tales abstracciones metafísicas.
Para argumentar
nuestra tesis analizaremos, primeramente, el tipo de expresiones antes
mencionadas con una locución que, tal vez, parezca clásica a los oídos de todos
sobre lo que acá quiero elucidar, «Bueno, adiós, ahora sí me voy
definitivamente (!)». La examinaremos, en
principio, como una simple proposición instintiva
o irreflexiva al considerar el
tipo de “sentencia”[1] y su
naturaleza.
Podemos
argüir a primera vista estar en presencia de un juicio en términos conceptuales.
Para ello es menester, luego, valorar qué entendemos por juicio. Así que nos
atendremos a las acepciones más precisas del diccionario de la Real Academia
Española (RAE), este nos dice: “Juicio. m. Facultad del alma, por la que el
hombre puede distinguir el bien del mal, lo verdadero de lo falso. ǁ 3. Opinión, parecer o dictamen”.
Según
la primera definición del RAE juicio no es más que la capacidad de razonar,
esto es; la condición racional por antonomasia del ser humano, de forma que en
los enunciados de índole instintivo o
irreflexivo se pierde el especial y
principal atributo del hombre, el de animal rationale
para caer en un estado de orfandad entre algunos de nuestros enunciados, y, por
qué no decirlo, con expresiones al “voleo” que es en todo caso de lo que acá se
trata, de esa carencia de cogito.
Luego,
entonces; lindamos con una situación como de seres inermes con nuestro verbo, y
es que en esto último se adapta ¡tan bien!, aquel pensamiento cartesiano de cogito, ergo sum pues lo que nos
interesa acá es de la existencia misma.
De
manera que en tal estado de desamparo ─pensamiento instintivo o irreflexivo─ al emitir algún dictamen
irracional como el de nuestro ejemplo, deberíamos ser capaces de discriminar lo
positivo de lo negativo si nos acogemos al concepto expuesto por el RAE, es decir;
distinguir lo verdadero de lo falso, el bien del mal; y así evitar una
desgracia arbitraria que incide en nuestra “materia”, nuestro cuerpo físico,
nuestra propia existencia en forma mediata, repito.
En la segunda
de las acepciones del citado léxico, es decir, juicio u opinión, parecer o ¿dictamen?, es evidente que estamos en presencia más que de un juicio de un
“veredicto” inexorable, irremediable en el hecho mismo puesto que ocurriría de
manera mediata pues no olvidemos el fin central de esta discusión, como es el
de la capacidad del ser humano de objetivar algunos pensamientos, o, mejor, la
facticidad de su realización; pero no por nuestra propia causa consciente como
en el arte y la moral cuando deseamos el logro de algo que nos proponemos
alcanzar, sino por el hecho cierto en el tiempo de un suceso aciago promulgado sin
restricción (!)
Quisiera
reforzar todavía más mi conjetura con el dolor que supone la pérdida
irreparable de un hijo; origen nada placentero de estas consideraciones a las
que quisiera adjudicarles alguna razón lógico-metafísica. Forma terapéutica de
serenar mi espíritu; mas no como el fundamento de lo glorioso y beatífico.
Mi hijo
se había fijado un “término” de vida. Al parecer solo le bastaba un número de
años de duración para hacer y lograr lo que tenía como propósito de existencia;
mas, a mi entender, no quería incorporar más años a su realidad y dilatar ese
tiempo a su largo vivir.
Enseñar
la experiencia y experticia en su área, sentirse realizado como persona era una
misión específica en él: la que no viene al caso relatar acá. Así que mantuvo
constantemente en sus conversas una proposición anidada en su cerebro que
sacaba a relucir, de continuo, frente a cierto tema aludido en los diálogos
familiares nada agradables a su idiosincrasia. Aquel juicio lo expresaba,
incluso, sin desasosiego, pero con la seguridad que su alteridad le dictaba: «Es
que yo no voy a llegar a los 40 años»: eso fue justamente lo que aconteció; lo
que constantemente él decretaba se consumó. Justo 54 días antes de su
onomástico, partió dejando este mundo.
Por
consiguiente, como se ve; estamos ahora frente a un juicio que nos pone ante
una disyuntiva o duda racional. Cómo catalogar, entonces, la sentencia
enunciada por mi hijo ¿instintiva, o,
irracional? ¿Acaso era racional por la seguridad con que
emitía en cada oportunidad su parecer? Era como una convicción dictada desde su
otredad.
En todo
caso lo que acá está en juego es un juicio nada contingente; y esta, su anclada
proposición mental, ¿cognitiva?, ¿condice con la capacidad de distinguir el
bien del mal, lo verdadero de lo falso, según el RAE? Por consiguiente, y, al
parecer, se había trazado una existencia más que finita (!)
Ahora
bien, desde la antigüedad hemos tenido conocimiento de seres especiales que
tenían la capacidad de dar concreción y realidad a sus pensamientos. El más
significativo de estos personajes fue Jesús de Nazaret conocido por sus famosos
milagros, tanto por la multiplicación de panes como por la de convertir el agua
en vino, entre otras muchas concretizaciones.
Por
otra parte y en los tiempos actuales, pudimos gozar de la capacidad del hindú Satya
Say Baba para cosificar lo que se le pedía como presente en sus actos públicos,
y devolver la vida a alguien cuando se le pedía.
Pero todos
esos señores al dar vida y/o cosificar lo que se imaginaban o les solicitaban
lo hacían de manera consciente, y sin ningún mediador al materializar de la
nada lo que se proponían.
Con
ello solo quiero significar el poder de la palabra en el hombre, predicada de
forma consciente por los personajes a los que me he referido más atrás, solo
que no son las del tipo borrascoso antes aludidas. No es cuestión de seres
“divinos” por lo que podemos notar sino humanos con dotes especiales y atávicas
que, en sus inicios, de seguro se les dificultaba el dominio de aquellas
virtudes; pero que con el transcurrir de los años lograron un especial dominio
de la palabra. Mas no así de esa otra oralidad fatalista, desconocida y
presente en el humano ser de nuestros días, y, que, de seguro, nos hace “responsables”
por lo que enunciamos o ¿anunciamos? He ahí el quid del asunto.
Ahora
bien; ¿queda en el subconsciente del hombre alguna reminiscencia de los
atributos de aquellos seres por el que, de alguna manera, este pueda dar pie o
gestar materializaciones de carácter metafísico contra su misma humanidad, y
hacer fáctica algunas ideas únicamente infaustas sin percatarse de ello? ¿Posee
el hombre alguna fuerza mental innata desconocida para él, qué atenta contra su
propia vida activándose inconscientemente? Y ¿bajo qué condiciones se libera
esa fuerza? ¿Puede algún día la ciencia acceder a lo más recóndito de la mente
humana para darnos explicación de ello, y evitar consecuencias inefables?
El
imaginario popular está lleno de estas historias por las que muchas personas
irremediablemente, en vida, han presagiado irreflexivamente ─mejor
inconscientemente, repito─ “su partida”.
Toda
esta dialéctica me trae a colación aquel pensamiento de Nietzsche, plasmado en
su libro “Más allá del bien y el mal”: Cuando miras largo tiempo a un
abismo, el abismo también mira dentro de ti. Dicho pensamiento no necesita
comentario alguno que valga por tan cristalino razonamiento.
Pero por
otro lado y retornando a lo ya expuesto. Si el juicio: según hemos visto, nos
permite distinguir el bien del mal ¿cómo es qué tal discurrir nos impide ser
conscientes de una auto-premonición, que atenta contra nuestra integridad
física?; luego, entonces, estamos en presencia de un fatalismo, de un
determinismo. Mas, ¿debemos resignarnos al desconocimiento de sus causas?
Para un
segundo análisis del concepto de “juicio” nos valdremos de los varios
planteamientos que, al efecto, nos ofrece Ferrater. M. (2000):
Según la concepción tradicional en el
juicio afirmamos, ponemos o proponemos la existencia, de tal modo que el juicio
es propiamente “juicio de existencia”. Por lo tanto el juicio se distingue de
la abstracción pues mientras esta aprehende la esencia o naturaleza de las
cosas, el juicio aprehende las cosas mismas, esto es, su existir.[2]
De acuerdo
con tal concepto el juicio se centra exclusivamente en la existencia de la cosa
misma; pero no en la del sujeto: aunque la acepción pareciera ser un tanto
anfibológica además de carecer de univocidad entre algunas corrientes filosóficas,
ya que esta se refiere exclusivamente a las cosas; pero que no obstante otros pensadores
incluyen a la persona en sí dentro del dictamen que nos ocupa, como es nuestra
preocupación en toda esta disquisición, del auto atentado de sí mismo contenida
en las sentencias fatalistas expresadas por un sujeto ¿inconsciente?, según los
ejemplos insertados más arriba.
Pero si
cogito es mi
característica esencial de ser racional, ello me debería advertir,
incuestionablemente, del yerro de construir una proposición de tal naturaleza como
la que venimos tratando conjurada contra mi propia humanidad.
Entonces,
esa concepción “tradicional” expuesta por Mora se hace o puede ser extensible a
nuestra individualidad, asimilada ella al prototipo de predicado de nuestro
ejemplo; pero en primera persona y reducida al absurdo. De hecho, algunos
metafísicos aducen que al emitir juicios no se deben dejar cabos “sueltos”, y que
las oraciones tienen que ser completadas hasta expresar un pensamiento cabal,
positivo, esto es; evitar dejar vagar en el espacio etéreo algún sentido ambiguo
e impreciso que comprometa el cuerpo físico del sujeto.
Pero
afirmemos también la armonía de la subjetividad en todo esto al enunciar un
determinado pensamiento; me refiero a la pasión y/o fuerza con que un
determinado sujeto manifiesta sus pensamientos.
Además
de lo expresado por el citado autor en el parágrafo anterior, otro de sus
conceptos sobre lo que se debe considerar como “juicio”, expone:
Juicio es la afirmación o la negación
de algo (de un predicado) con respecto a algo (un sujeto); esta es propiamente
la definición de la proposición pero puede extenderse también al juicio en
cuanto a término mental correlativo de la proposición.[3]
Las
oraciones que hemos venido analizando como ejemplo a la luz de posibles hechos
metafísicos, como: «Bueno, a dios, ahora sí me voy definitivamente», o, «Es que
yo no voy a llegar a los 40 años» (!), no concuerdan con el tipo de juicio existencial
que hemos insertado en página anterior expuesto por el autor citado, a pesar de
las discrepancias conocidas entre filósofos. Por lo que hemos hecho un
paralelismo ajustándolas desde el “Yo” individual, y reforzándolas
oportunamente con una acotación a manera de enfatizar lo que acá venimos
argumentando.
Asimismo,
les asignaremos el carácter de correspondencia a nuestras oraciones propuestas
con la segunda de las “ideas” de nuestro pensador, intercalada al inicio de
esta cuartilla; fundamento y razonamiento de la tesis planteada por cuanto este
último juicio es diáfano,
y nos permite descifrar, con su razonar, el objeto de nuestra discusión;
pero engastándole el predicado fatalista, comprometedor de la propia integridad
física de un sujeto dado, que lo expresara instintivamente contra sí mismo, esto
es; quedaba implícito su continuum existencial.
Esta última opinión de Ferrater Mora parece llevarnos
a un corolario por el cual nosotros, especie homo sapiens, con el atributo de cogito podemos afirmar o negar nuestra existencia misma en un
determinado momento, dependiendo como lo asumamos, o, el ¿énfasis puesto al
enunciado?: Al parecer hay una racionalidad interna desconocida en el sujeto,
impulsada por ese elam vital
bergsoniano que todo lo organiza[4].
De las
consideraciones planteadas podemos concluir asentando lo siguiente:
1.
El ser humano goza de un Logos
racional con el que organiza su actividad vital.
2.
El hombre posee un Logos oculto
ancestral desconocido fatalista e irreflexivo
así como un verbo, a la vez, misterioso; pero racional en seres “preparados”
para trascender espiritualmente.
3.
El hombre con su aptitud cogita, es capaz de deslastrarse de un
Logos borrascoso premonitorio infortunado con proposiciones cabales sin
ambigüedad ninguna.
4.
Existe en el ser humano un
vitalismo espiritualista, que todo lo organiza según el metafísico
espiritualista Henri Bergson[5]
con el cual converjo.
[1]
Creo que esta palabra explicita mejor la tesis
acá planteada y es más inteligible a lo misterioso y metafísico, que el uso
de instintivo
o irreflexivo además de darle un
carácter de “fatalidad” al suceso que involucra al ente. N del A.
[2]
J. Ferrater, Diccionario de Filosofía abreviado, Buenos aires, Editorial
Suramericana, 2000, p. 212.
[3]
Op. cit. p. 211.
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